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LEMBRANZAS DE AMOR



Concha de vainilla


Cuando era pequeña, la cocina era un espacio prohibido para mí. Siempre me paraba en el umbral de la puerta a observar cómo seguían paso a paso una receta imaginaria; mi abuela se la sabía de memoria y se la compartía a mi tía y a mi mamá conforme hacía cada cosa. Todavía la escucho decirles en medio de un suspiro: «Pues, mira, mi mamá lo hacía así».

Esos fueron mis primeros recuerdos de la cocina, aquel espacio que me parecía mágico y del que salía la comida más rica del mundo. Pero no solamente eso, también me fascinaba que en este lugar sucedieran tantas cosas. Se transformaba en un espacio para confesar, pues en más de una ocasión esas cuatro paredes escucharon tantos secretos; también era salón de baile, espacio para peleas, pretexto para dar abrazos y besos. Cuando por fin tuve la edad suficiente para entrar, además de cocinar, me ayudó a desahogarme.

Quizás esa fascinación por pararme en la puerta no sólo era para entender lo que ahí se hacía, quizá lo que me atraía eran las historias que se contaban. Tal vez ahí fue donde conecté con lo más esencial para la escritura: observar y escuchar.

Rol de canela


Creo que la transición más difícil es pasar de ser espectadora a la acción, aventarse al vacío y estar dispuesta a convivir con la incertidumbre en todo momento.

Al principio seguiremos los pasos al pie de la letra, tanto en la escritura como en la cocina, quizá como un escudo para evitar los «errores», lo que sea que eso signifique. Ya sea enfrentarse a preparar arroz por primera vez o, en el caso de la escritura, a la hoja en blanco. El miedo a iniciar será una constante, no importa si es el texto uno o el número doscientos, ahí estará esa vocecita que nos dirá al oído en tono burlón: ¿estás segura?, ¿serás capaz?

Mis primeros textos nacieron y vivieron en el anonimato, nunca me parecieron ni medianamente decentes. Creo que esto se debe a que somos muy severas con nosotras mismas, estamos a la espera de tener «el texto». Yo me he dado cuenta de que todos son «el texto», pues a través de ellos aprendemos, mejoramos y nos reconocemos como escritoras al enunciar y compartir nuestras historias.

Algo parecido sucede cuando le das a probar a alguien lo que acabas de cocinar. Mostrar lo que escribes a otro nos pone nerviosas, pero ya diste el paso más difícil. Y así es como esperas a que le sople, lo pruebe, lo lea, y te diga qué le falta o qué le sobra. Sientes un hueco en el estómago al exponerte, al permitirle a alguien adentrarse, pues algo, o mucho de mí, está entre esos sabores y letras.


Oreja


Hay días en los que nuestra cabeza se inunda de ideas y las palabras salen a borbotones, como cuando se te olvida el agua en la estufa; y hay otros en los que pareciera que nos quedamos sin gas. En lugar de forzar la escritura, ese es el momento en el que debemos dejar el teclado o la pluma y hacer algo diferente, porque nunca sabes cuándo reconectarán el gas, y puede que suceda en el lugar o en el momento más inesperado. Puede ser mientras tiendes la ropa, preparas la comida, o simplemente cuando estás en la fila del súper, comprando todos los ingredientes de tu platillo favorito.

He comenzado a entender, un poco a regañadientes, que somos seres complejos, nos pasan mil y un cosas que influyen en nuestro estado de ánimo y, por consiguiente, en nuestros procesos creativos. Se vuelve un sube y baja, pasamos de: «Soy una chingona» a «¿qué carajo es esto?», en cuestión de minutos.

Escribir y cocinar van a coincidir con la menstruación, el mal de amores, el síndrome de la impostora, la ansiedad, la maternidad (si es el caso) y más, mucho más. Lo mejor es apapacharse, ya sea con café y un pan, bailando tu canción favorita o preparando el platillo que te hacía tu abuela.

También se escribe al no escribir, se necesita un tiempo para procesar las ideas, como cuando pones a hervir algo a fuego lento. Esa pausa va a ayudar a que encuentres el sazón, el momento en dónde coinciden las palabras, para así comenzar con el proceso de incorporarlas y no parar de escribir.


Chocolatín


Cuando era niña me gustaban los domingos en familia. Casi siempre escuchábamos boleros de Los Panchos en el estéreo de mi abuelo, el ambiente se llenaba de risas, mi abuela pedía los mandados, todo entremezclado con los sonidos de la comida que se estaba preparando. Se sentía distinto a un día normal en la cocina, la compañía hacía la diferencia.

Lo mismo sucede en la escritura, durante mucho tiempo pensé que el proceso tenía que ser solitario, hasta que formé parte de Girls at Films. Todas nos dedicamos a cosas diferentes, pero compartimos el amor por la escritura y el cine. Sí, todas escribimos a solas, pero sabemos que no lo estamos, que basta un mensaje para desahogarnos de aquello que nos asfixia o para resolver alguna duda gramatical. Todas vamos a ser el recipiente que nos contenga.

Las mujeres nos desenvolvemos en diversos contextos que nos oprimen, que nos violentan, que nos quieren detrás del telón o en el umbral. Por eso la compañía es fundamental, juntas exigimos el lugar que merecemos y, si eso no es suficiente, crearemos espacios seguros. La escritura se ha vuelto uno, y también una forma de resistencia, así como la cocina lo ha sido de muchas maneras.

Ahora entiendo que la sensación que me dejaban las comidas de domingo, la vuelvo a sentir con proyectos y espacios hechos por mujeres: ellas me reconfortan, son la compañía y la alegría que necesito.

Puerquito de piloncillo


El legado de mi bisabuela permanece en una libreta viejita de espiral en la que anotaba todas sus recetas. Después pasó a manos de mi abuela y, algún día, a las de mi mamá, y así sucesivamente. El acto de compartir a través de las palabras y de la cocina me parece bellísimo. Tal vez no seamos expertas en la cocina como nuestras abuelas o mamás, pero sí podemos transmitir emociones a través de nuestras letras. Y sé que la vocecita impostora aparecerá en varias ocasiones: «¿Lo publico o no? ¿Alguien me leerá? ¿Lo que escribo importa?

Hazlo, nunca sabes quién lo leerá y el efecto que ocasionará en alguien más; tal vez le reconforte saber que hay más personas que se sienten así y eso calme la incertidumbre. Casi como cuando compartimos el amor por un mismo platillo.

Mis abuelos me enseñaron el amor por la cocina y la comida, principalmente por el pan dulce, y muchas mujeres me han impulsado a tomar valor para salir del umbral y comenzar a crear. Así que espero que alguna de estas piezas, aunque sea por un instante, te haga sentir que todo está bien. Un bálsamo recién horneado.

- Bere V.


- Texto seleccionado para el fanzine de Paola Carola.

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